jueves, 24 de abril de 2014

Capítulo 7.

Haciendo un grandísimo esfuerzo, se levantó de la mesa dejando los restos de lo que había sido el último desayuno de ambos. Esperaba que el idiota de su novio, por una vez, fuese capaz de  apreciar esa clase de detalles. Se besaron. Sin más. Fue un beso largo, pero sin anda que lo hiciese especial. Y aunque dejar la mesa puesta e irse –o más bien, querer hacerlo- a la cama ocupaba una parte importante de sus pensamientos, su cabeza seguía llena de ideas, muchas absurdas, según podía reconocer ella misma, sobre el más allá. Era, cuanto menos curioso ver cómo cuanto más se afanaba en evitar pensar algo, más se enquistaba en su mente.
“Maldito subconsciente”, pensó. La relación con su subconsciente siempre había sido algo tensa, pues aunque ella no se consideraba especialmente inteligente, siempre lo había considerado superdotado. Pero un poquito cabrón.
No como el tontorrón al que estaba besando. Le había cogido la mano, poniéndosela tras sus rodillas, pero no consiguió de él más que, en un alarde de necedad, le agarrase el trasero.
Un poquito muy cabrón. Cuando trataba de concentrarse en algo, se le ocurrían geniales ideas de los más diversos temas sobre las que pensar, pero cuando trataba de evitar pensar en algo, no podía dejar de hacerlo, por ejemplo. Y, por supuesto, en los primeros….noventa segundos tras salir de un examen, recordaba todas las respuestas que había dejado en blanco.
Sintió que la aupaba hasta sentarla en la mesa. Hacía ya varios minutos que sus labios no se despegaban.
Fue por aquellos tiempos, cuando aún iba al instituto, cuando decidió que su subconsciente sería del sexo masculino. Hasta entonces había sido una especie de amiga imaginaria. No estaba loca, sabía que no era real. Tal vez de muy niña –no lo recordaba-, sí “la veía”, y al empezar la escuela, como suele pasar a las chicas más bonitas, estuvo un poco marginada en clase, era algo solitaria, así que se dijo que no estaría mal tener una amiga imaginaria. Aunque realmente no la tuviera. Pero años más tarde, si oba a estar presente en sus masturbaciones, prefería que fuese “un” amigo.
Sintió como el pecho del chico se abalanzaba contra ella, oprimiéndole el suyo y haciéndola caer tumbada sobre la mesa. Suavemente, pues la cogía rodeando sus brazos con un hombro, mientras con la otra mano sujetaba, acariciándola, su nuca, sin dejar de besarla, ahora por el cuello.
Una taza, o algún otro objeto de cerámica cayó al suelo, haciéndose pedazos. Pero no le importaba. Ya no. Después de todo, pensó en un tono sarcásticamente solemne debido a las circunstancias en que se encontraba su cuerpo físico, no estaba tan mal tener un subconsciente así. A menudo recurría a él, le “invocaba”, en las aburridas sesiones de sexo, convirtiéndolas  en tríos en los que actuaba susurrándole ideas al oído, o haciéndola acariciarse a sí misma. Y, además, pensar en todo esto, como en ese momento, le permitía evadirse y olvidarse de…aquello que quisiera olvidar. Como lo que habría tras la Muerte, y el interés de la Iglesia por ocultarlo, evidenciando que, de una manera u otra lo conocía.
Susurró un “mierda” al volver a recordarlo que, casualidad o no, coincidió con el paso de besos a mordisquitos en su cuello. Y fue en ese instante cuando se dio cuenta de que, esta vez, no necesitaría a su imaginación para pasarlo bien. Y devolviendo como pudo algunos de esos cariñosos mordiscos, le hizo desaparecer, como a ese fiel amigo al que cuando sabe que sobra, le basta una mirada para esfumarse, aun sabiendo que al día siguiente volverá pidiendo una explicación, que ya conoce, cuando lo que en verdad quiere son los detalles que no le darás.
Desistió. Se dejó morder. Volvía a parecer ausente, pero no pensaba ya en nada, simplemente…disfrutaba. Se mordía los labios de placer. Llegó incluso a hacerlos sangrar. Decidió entonces tomar la iniciativa. Desclavó las uñas de los brazos del chico, llegando casi a asustarse al ver lo profundo de las heridas que le había causado, agarrándole los hombros para hacerle girar y situarse encima. Así podría dejar a la sangre caer en sus labios. Cayó sobre su pecho. Y él sobre los afilados restos de la porcelana rota, pero no pareció importarle, porque lo único que hizo fue levantarle el vestido, y volverse a sorprender de que no hubiese bajo él la más mínima prenda…


Capítulo siguiente.


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